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In vino mea veritas

In vino mea veritas

Tengo alegre la tristeza y triste el vino
G. A. Bécquer

En el vino se oculta la verdad, tan proclive a enmascararse. (¿Habrá algo tras la máscara?). En el vino se encuentra mi verdad, mi verdad verdadera, la porción de máscara que me corresponde: «In vino mea veritas». El alcohol etílico burla la aduana de la razón vigilante y fluye hacia ese territorio lábil, intermedio entre la vigilia y el sueño, como un río secreto, vivo, amniótico… y en él nos anegamos; y, sumidos en una nueva inocencia,  se nos muestra el eco del misterio que atesoramos y nos envuelve. El corazón se enciende y los labios enuncian palabras enigmáticas. El vino nos devuelve al ámbito prerracional (o arracional); a lo impersonal, a esa selva donde habitan los animales selváticos, los tigres que acompañan a Dionisos.

Voy a hablaros del vino, de mi vino. De cuanto le debo, de cuanto me ha mostrado. Me inclino sobre su espejo quieto y observo sus imágenes cambiantes… Mi vida ha estado, en gran medida, marcada por él, como seguramente la vuestra. Se canta en el conocido pasodoble de la banderita: “Como el vino de Jerez y el vinillo de Rioja…”. Aunque en mi caso no es del vino de Rioja del que me dispongo a hablaros, sino del de Castilla. Mi abuelo paterno fue vinatero en un pequeño pueblecito zamorano en donde también nacieron mis padres. En más de una ocasión, siendo niño, fui a vendimiar. Nos levantábamos antes del alba, camino a los majuelos. Conservo en la memoria el frío seco del relente, el vaivén adormecido del carro tirado por las mulas… Y creo sentir otra vez mis manos ateridas, lastimadas por los sarmientos de las cepas, las veo cortar los pámpanos, verter los racimos en las cestas de mimbre… El fruto henchido y rebosante que habría de pisarse para que su zumo reposara en los lagares, y fermentar silenciosamente hasta volverse vino. Cuando muchos años más tarde he vuelto a pasar por aquellos páramos he contemplado con sorpresa las chimeneas espectrales de las bodegas que aún asoman en la Tierra de Campos. Muchas veces acompañé a mi padre a aquellas cuevas húmedas, descendiendo por las escaleras resbaladizas de paredes cubiertas por algodonosos hongos blancos… Él iba delante, como un Hermes, con una palmatoria encendida para comprobar que no había peligro por el dióxido de carbono. Abajo se encontraban las botas arracimadas, la enorme mesa rodeada de taburetes. La luz entraba por el alto tragaluz de la chimenea y bajaba, rebotando, rompiéndose en los muros para demorarse en las tinajas, en los odres, en las garrafas, en los cántaros… Convoco la memoria y ella, generosa, me devuelve el aroma quieto de la flor del vino, el perfume de esos diminutos hongos y bacterias que obraban la metamorfosis, como un destino informe que apartaba las brumas de lo incierto para abrirse a la vida…

Mi padre amaba el vino. Lo cuidaba con celo, con veneración. Deseaba que sus hijos lo amáramos como él. Llevaba mal que tan a menudo prefiriéramos la cerveza. Procuró vivir en casas que tuvieran bodega. La de la sierra madrileña era amplia. Con el tiempo había atesorado cantidad de caldos diversos, botas de añadas del nacimiento de sus nietos, y también de los hijos y nietos de amigos… Se hizo de alambiques para destilar orujo, de prensas para exprimir la uva o las manzanas… Cuando en verano los hijos (casados ya, y con niños) íbamos a pasar unos días con él celebraba nuestra llegada descorchando algún vino celosamente guardado que en más de una ocasión era un vegasicilia. El sabor carmesí, limpio, denso, de aquel maravilloso caldo se detenía en el paladar para después descender hasta la sima de la carne y mezclarse con las vísceras y convertirlas en luz…

Pero mi devenir enológico quedaría incompleto si no os hablara de otro vino paradigmático: el delicado, ingrave y etéreo de Jerez. En mi juventud madrileña, dispar y confusa (como la todos), gustaba con amigos gastar algo de mi escaso peculio en beber, de tarde en tarde, alguna copa de jerez; había en ello un poco de ingenua exquisitez y algo de inexperto dandismo. Iba a menudo a El Espejo, en el paseo de Recoletos; allí nos servían La Ina en catavino con peana…, aunque la taberna preferida (el tabanco que dirían los jerezanos) era un lugar emblemático y mucho más auténtico: La Venencia, en la calle Echegaray. En enero pasado volví después de muchos años… sentí el tiempo emocionado, concentrado entre sus paredes ocres… como si aún fuera el jovencito que junto a Josemari, Juan Ignacio o Paco pedía media botella de fino y unas aceitunas para entretener el futuro amenazante. Allí continuaban esperándome los mismos carteles apulgarados de la feria de Jerez.

Aquellos polvos dieron en estos lodos. Aquel interés juvenil por Andalucía –la del vino y el flamenco- fue la razón de que al opositar a profesor de enseñanza media no dudara en trasladarme al Sur, concretamente a Jerez, la ‘ciudad de los gitanos’ que cantara Lorca. (“¡Ay, ciudad de los gitanos! ¿Quién te vio y no te recuerda…?”). Si, en aquella ‘ciudad blanca’ se me revelaron muchas cosas. Allí se me brindó la ocasión de ahondar más en el alma secreta del vino. De ese vino pajizo, delicado y frágil…

Y aquí me encuentro, muchos años después, entre vosotros, mostrándoos algo de la verdad que me ha desvelado el vino, ese vino que soy yo: el áspero y terroso de Zamora, que tiñe de rojo oscuro el vaso y que parece tan sólido que podría cortarse con un cuchillo… Y el otro, el cristalino, solar, apolíneo del Sur…

El vino me trae desde su dulce olvido una tibia memoria; su “duende manso” me obsequia destellos soterrados, resplandecientes abalorios. Ese don que solo a cada uno pertenece: “el don de la ebriedad”. Vino transustanciado en carne ya vivida, y por vivir.

“Dadme vino del que enternece el pecho y alegra la memoria” (Omar Kheyyam).

En Puratasca, Sevilla 23 de junio de 2010

Miguel Florián


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