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Poemas inéditos de Rubén Martín Díaz

Poemas inéditos de Rubén Martín Díaz

Cálculo de una imagen

Acomodan sus cuerpos en la orilla del río,
encima de un montículo de piedra
que vira en diagonal a lo profundo
del agua, desde una superficie catadióptrica.
Noche cerrada en la ciudad de luz.
¿Hay quien podría calcular la consecuencia
de este intervalo con respecto al total del universo?
¿Cuál es el peso exacto de una imagen
si tenemos en cuenta las variantes nombradas?
¿Existe una ecuación para esta física?
Mi corazón bombea dentro de un corazón,
y el mundo es un inmenso globo de aire en el aire
suspendido que está inspirando amor.
Los jóvenes, acomodados, se aman.
Con toda la justicia de sus cuerpos perfectos
espiran en la brisa su propia complacencia.
Yo también la recibo: soy un pulmón gigante
que vive en un ensayo de explosión contemplativa.
Amo desde un dolor intenso y cálido
sobre el barco que surca los límites del cuerpo.
Me explico en lo profundo de una ecuación sin números
que todavía está por inventar. Descubro
que el universo tiene en mí las dimensiones
exactas de una nuez suspendida en el árbol.

Nocturna ebriedad

He entendido los bosques de la noche
como una madriguera caprichosa
donde ocultar el ser que llevo dentro.
La ciudad es un campo de batalla:
el trasiego perpetuo de sus luces
muestra una realidad indefinida,
como uno de los cuadros de Paul Klee.

Abstinencia

Hace un tiempo que apenas leo nada,
no encuentro libro alguno que me asombre
y las palabras no me llegan cálidas
ni se dejan domar como lo hacían antes.
Tampoco estoy interesado en Facebook,
prescindo de los círculos poéticos
y no me llevo bien con las estilográficas
ni con los folios que se vuelven barcos
que naufragan de noche y en mi orilla.
Y la verdad es que me importa poco
el circo de la vida y sus payasos,
la dualidad del hombre: sus dos caras
que en nada se parecen al poema.
Invierto el tiempo en descuidar las cosas
que me alejan del puro sentido creativo,
como los telediarios que emiten a las tres,
los programas de radio o el periódico.
No es desinformación sino abstinencia,
no es renunciar al mundo sino a su ruido:
quisiera mantener de forma intacta
el fuego original con el que fui engendrado.

Es sencillo vivir

Veo caer la nieve
por las ventanas
del sueño.
Afuera un hombre cruza
–botella en mano,
andrajoso y descalzo–
junto a su perro,
y pisa el código
disuelto de la luz
sobre el asfalto blanco
(la carne en el dolor
de la memoria fría).
La mujer del abrigo
de visón,
sentada en un tresillo
delante del cristal
de otra ventana,
no dispone atención alguna
sobre el hombre y su perro,
y sin embargo observa,
justo enfrente,
la mano silenciosa
que traza estas palabras
en la nieve del folio.
Es sencillo vivir
postrado en las ventanas
del invierno
si estás del lado
de los que se congregan
y alegan compasión
o, en cambio, ignoran
la noche eterna de los pies descalzos
sobre el cieno del mundo.

Caminantes

A la intemperie, los cuerpos te parecen
todavía más frágiles y torpes,
como pequeñas hojas
caídas, desparramadas,
como restos de escarcha bajo el invierno blanco
de la desolación y la belleza,
del alquitrán y la caligrafía de la luz
en las primeras horas.

Son como un pájaro recién nacido
que se asoma por vez primera al suelo
desde el tejado,
como un pequeño punto incandescente
que apenas si da brillo,
desconfiado y hermoso, y además ignorante
de todo cuanto lo rodea.

Deambulan en un bosque de escaparates y altos edificios
de cemento y cristal.

Se cruzan sin tocarse, se miran sin ver nada
–a nadie ven–
más allá de su propia incertidumbre,
de su desidia.

Juntos –las calles apretadas
de gente– simbolizan un programa de autómata,
una simple rutina, con dos o tres parámetros sencillos,
que ha sido ejecutada sin conceder ni un solo
margen de error en contra.

En efecto, obedecen sin saber
a una mente más lúcida,
a un ser más despiadado y codicioso.

Pero entiendes que hay algo digno en ellos
que inunda de verdad –cómo no de miseria– tu vida:
maravillosa muerte caminando, día tras día,
paso tras paso, con un orden perfecto
hacia su absolución.


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