«Mensajes», de Julián Cañizares

Primer mensaje a un niño

¿Sabes por qué me fui el otro día de la luz
de la habitación,
de aquella lámpara infinita y las paredes blancas
de la habitación?
¿Sabes por qué tuve que cerrar la puerta
por primera vez en mi vida,
y recorrer el pasillo despacio por primera vez
en mi vida?
¿Sabes por qué tenía este lenguaje podrido
en la comisura de mis labios, en los párpados,
en las yemas de los dedos,
en aquella entonación decapitada?
¿Sabes por qué imaginé que todos los caballos
no podían vivir con el resto de caballos,
y que ningún esfuerzo por ser caballo les valía?
¿Sabes por qué tuve aquella tarde
dentro de un montículo de nieblas apretadas?
Porque necesito sufrir de vez en cuando,
tener algo de dolor en mi lingüística,
subir una montaña y que no haya nada detrás.
Sólo es un momento. Pero es mío,
y lo necesito.

Segundo mensaje a un niño

Se caen dos cuadros, como jazz sordo.
Se caen, uno sobre la cama, y otro sobre la cómoda.
No ha ocurrido ninguna desgracia, tan sólo
ha muerto la disposición antigua del dormitorio,
los cuadros, y el jazz.
Desde el balcón, se ve una casa enorme.
Ocupa una manzana,
tiene muros encalados muy gruesos,
una gran piscina vacía,
unas cuantas hojas de árbol, y un silencio antiguo.
Pero los dos cuadros ya no están en la pared sujetos,
sino caídos sobre dominios quemados.
Los cuadros pertenecen a la niebla de la casa enorme,
que sí encaja con lo que es en sí misma,
si pudiera haber un espejo que reflejara esa casa enorme,
si esa casa enorme pudiera mirarse en un espejo gigante.
Pero no hay espejos grandes como manzanas,
reflejos enormes como manzanas,
leves ópticas de situación dentro de una copia nueva.
Esos grandes hechos inabarcables,
esos pequeños hechos que caen como dominios.
El jazz está sordo esta tarde, la tarde cae fotogénica,
el silencio une los dos pasos de la vida.

Tercer mensaje a un niño

La vela encendida protege la noche.
También protege la luz a la vela, su propia luz.
Un aire protegido se instala en el viento.
El viento, que protege a la hoja caída,
y la dirige hacia la geografía de la hoja.
Todo asume una protección, un lenguaje
asumido sin rotura ni subjetiva nieve.
Protege la madre al hijo, el padre
al hijo, el hijo a la idea de proteger.
El yo protege al tú, al mí, al nuestro;
el yo protege al verbo que sucede y no.
Al orden que se va y al orden casi.
Camino protegiendo; pero me gustaría
proteger aún más. Proteger millones de míes,
proteger unas hojas, vientos, padres y madres.
Me gustaría proteger un futuro pequeño,
una escuela extendida, un espacio entero.
Me gustaría proteger todo el lenguaje
que cabe en un valle de lenguajes propios.
Me gustaría ser como ese viento
y su hoja recién nacida. Ese mar
de olas protegidas por la orilla, y el cielo,
el bañista que mira deseando amar.

Cuarto mensaje a un niño

Durante un montón de años y durante
un montón de espacios; y durante un montón
de nombres y durante un montón de
lenguajes: el ocaso y el principio,
la cópula y el invierno lleno de nieve.
En mi tierra no nevaba apenas,
era una especie de deseo infundado.
Mirabas al hombre del tiempo, la estrella
que indicara la nieve, la nieve que
dejara un manto blanco sobre la tierra.
Queríamos ver las huellas, nuestras huellas,
y la única manera de verlas era sobre la nieve.
El viento las ocultaba después.
Otras huellas las ocultaban después.
El sol, la primavera, lo que sea
las borraba después. Incluso tú mismo
las borrabas y las hacías desaparecer.
No era un juego, siéndolo. Era una idea
natural. Recuerdo dar tres pasos: uno,
dos y tres. Recuerdo mirar hacia atrás,
y ver mis tres pasos con su dirección
y su contenido. Me quedaba quieto
y luego giraba sobre ellas y las pisaba,
y las pisadas no eran huellas, sino destrucciones,
o huellas más fuertes, un concepto más fértil
o un concepto más asumido.
Eran verdaderas huellas y verdaderos recuerdos.
Al día siguiente volvía, y ya no estaban.
Estaban, pero invisiblemente, como ese lenguaje
cargado de noticias, que vuelan o nievan
para que dejes huellas, sepas o no sepas
dejar huellas.


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